El umbral de lo imposible
— No se mueva, por favor—a Ellie Báez cada vez le parecen más insoportables las sesiones de biohacking. Son tantas horas allí metida que le dan para pensar demasiado. Aún así le compensa por las mejoras sobre la pista, los implantes se están quedando atrás y las modificaciones genéticas van a ser a corto plazo la única manera de continuar en la élite, de llegar a esos registros y parar el cronómetro a tiempo.
Rememorar las batallitas de su bisabuelo suele ayudarle a silenciar en su cerebro el zumbido de la máquina de rayos verdes. Le hubiera gustado competir en la época de El buitre Báez. Cuando su antepasado representaba a su país, el mundo era muy diferente: la lógica deportiva no había contaminado al resto de la sociedad y todavía se podía encontrar trabajo o acceder a los estudios con entrevistas y ayudas que valoraban intangibles, no se limitaba todo a un número excluyente, a una nota supuestamente objetiva. Todavía no existía esa talentosa multitud silenciada que hoy vive en las sombras y a la que su hermano Álex pertenece, esa mayoría clandestina.
Richard Báez le contó cómo la mínima de la excelencia incentivó a muchos a mejorar y dar más de sí mismos en su juventud, pero cómo acabó con el tiempo por desmotivar a deportistas con muchísima proyección. Poco a poco, tras esa exigencia, se instaló en la sociedad aquello de que “si no eres el mejor, no mereces intentarlo”.
Con rabia y cierta nostalgia en los ojos, su bisabuelo le relataba los entresijos de una frase que resonaba de un seleccionador anterior y que se repetía más de sesenta años después en los circuitos independientes de la dark web con ironía como arenga: “No es ningún drama”. Una de las últimas frases que un seleccionador había pronunciado antes de ser sustituidos prácticamente todos por IAs. Estas inteligencias, como los preparadores que las entrenaron indirectamente, actuaban bajo el concepto de igualdad, habían olvidado el de equidad. Con la regla de no hacer ninguna excepción, muchos cracks empezaron a quedarse fuera de los equipos. Por problemas personales se quedaron en casa atletas válidos, sin tiempo a superarse, que quizá la alegría de competir les hubiera sanado y hecho sobrepasar sus marcas. Ya no eran valorables ideas como la de “venirse arriba” o “empequeñecerse” en citas importantes, nadie atendía al rendimiento psicológico… y las posibilidades de mejora en grandes torneos de muchos quedaron desterradas como opción. Esto trastocó también los picos de forma, muchos llegaban demasiado cansados una vez clasificados.
Al principio, estas naciones cedían los puestos ganados en buena lid a deportistas extranjeros con peores prestaciones que estaban justo por detrás en el ránking mundial si los suyos no obtenían también otra marca exigida por su propia federación; pero llegado un punto casi todos los países adquirieron la misma dinámica y añadieron una segunda mínima más dura, la nacional, para clasificar. En pos de esa perseguida excelencia.
Resultó que sí fue un drama. Los torneos fueron acortándose, menos fases, menos participantes; ninguna federación quería llevar atletas que cayeran en primera ronda, solo querían medallas o finalistas, ver batir marcas, se olvidaron de la competición y crearon aficionados elitistas: seguidores únicamente de éxitos, no de sus deportes.
Esos mismos ciudadanos lo acabaron por pagar en otras esferas, pues el mercado laboral también se transformó, los empleados eran grandes conocedores de datos y técnicas pero poco duchos a la hora de trabajar y sumar en equipo, la presión les podía cuando tenían que actuar delante de mucha gente o si la labor era muy relevante para la empresa. Recursos Humanos buscó también mínimas de la excelencia en sus currículums dejando fuera a muchos otros perfiles.
Su hermano Álex desde hace un tiempo le hablaba de cómo estaba aumentando el número de seguidores en los circuitos top alternativos, casi prohibidos. Mientras ella, y toda la élite, enfermaba por la búsqueda de una perfección imposible, mientras se degradaban lentamente por los efectos secundarios, un sector cada vez más amplio de la población ya estaba desencantándose. Encontraban a la élite como una demostración de ingeniería, como unas competiciones calculadas y con poca emoción. En su última discusión con él terminó muy enfadada. Mientras le insertaban la última mejora molecular en aquel tubo médico la imagen de su hermano señalándole le martilleó.
— Ya no sois humanos convencionales, sois híbridos biomecánicos, no te reconozco, Ellie—y le dolió, vaya si le dolió. Aunque seguía implantándose todo avance legal y permitido, le había dejado mella su conversación. Debatía consigo misma desde entonces sobre su identidad y la de sus rivales.
— Hemos acabado, señorita Báez—le comunicó la enfermera. Se levantó no sin cierto dolor al que ya se había acostumbrado. Se volvió a cambiar de ropa y sin decir nada se aproximó a la puerta— mucha suerte para Buenos Aires.
Al llegar a casa volvió a ver su última final, repasó cada uno de sus movimientos durante la carrera. La plata le supo a poco el sábado, pero tres días después aún le sabía a menos. Observó las gradas, en las que no había reparado pese a saberse de memoria cada frame del vídeo. Con suerte estaban ocupadas un diez por ciento de las butacas. La final más importante antes de los Juegos Olímpicos, y, aunque el presidente de la federación internacional había reducido la capacidad de los estadios para disimular y arropar mejor a los deportistas, no se habían vendido ni una quinta parte de las entradas.
— La gente prefiere mil veces ver sangrar a su ídolo tras un tropiezo que ver robots sin alma dando vueltas. No sois humanos convencionales—las palabras de Alex volvieron a su cabeza otra vez. Cerró su sesión del ordenador y buscó en las carpetas de su hermano los documentos donde estaban los enlaces para ver los circuitos paralelos en los que él participaba. Encontró el del europeo oscuro, celebrado, según el texto, hacía menos de quince días. ¡Las gradas estaban llenas! El vídeo superaba en millones los espectadores de la final oficial de la hermana mayor.
Preferían verlos a ellos. Las tornas estaban cambiando después de décadas de criterios de selección cada vez más extremos. Espontáneos, imperfectos, luchando por una gloria presente, alejados del objetivo de cualquier mínima aunque muchos las cumplieran sin buscarlas. No tenían sponsors… todavía, pero se palpaba la pasión. Ovacionaban hasta al último.
— La federación me miró como si fuera un error estadístico, Ellie—la sorprendió Alex. Tras ella, portaba una toalla en la cintura y el pelo mojado— Yo no era lento—en ese momento el reproductor mostraba su llegada a meta en primer lugar, su alegría, el fervor del estadio— Solo soy demasiado real.
Ese día Ellie Báez decidió seguir los pasos de su hermano y renunció a la élite. Cuando compañeros de todas las nacionalidades le preguntaron el motivo no dudó en confesarles qué le había hecho retirarse del calendario profesional. Las fiebres y algunos dolores cesaron tras dejar todas aquellas intervenciones, perdió bastante velocidad y fuerza pero ganó naturalidad y vitalidad. Pasó a entrenar en los sitios que le descubrió su hermano: sótanos, descampados y viejas instalaciones olvidadas. Aquellos torneos clandestinos no estaban tan mal: sudor auténtico, alguna carrera torpe, y sobre todo sorpresas, mayor impredecibilidad en los resultados. Se permitió volver a ser humana. Y muchos profesionales la envidiaron y la imitaron. Por fin se plantaron y alzaron la voz. Por ellos y por sus compañeros, aunque inicialmente las federaciones hicieron oídos sordos.
Llegó el día de los Juegos Olímpicos, las cámaras oficiales enfocaron el vacío: los países favoritos no presentaron atletas. Unos no cumplían los estrictos requisitos que siguieron sin flexibilizar, otros no querían seguir por ese camino. En secreto, esa misma noche, millones de pantallas brillaban: todas conectadas para ver la final autogestionada de los descartados y autodescartados.
El Comité jamás lo reconoció, pero aquellas ausencias la sellaron. Mientras la élite enferma se apagaba, la multitud silenciada celebraba su victoria: acababa de enterrar la última mínima de la excelencia.








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