Kilómetro 43.
El despertador suena a las seis. Hoy es el gran día. He entrenado durante meses. La ciudad huele a linimento y entusiasmo: los carteles luminosos repiten que estamos en la Ciudad del Running, y por las calles ya se ven corredores estirando con expresión heroica. La pulsera electrónica parpadea con mi objetivo. No corro contra nadie, me digo, corro contra mí mismo.
El locutor grita desde los altavoces:
—¡Recordad, lo importante no es llegar, sino superarse!
Y todos aplaudimos como si nos dieran una medalla por adelantado.
Suena el pistoletazo. Miles de zapatillas golpean el asfalto: un corazón colectivo bombeando motivación. En los primeros kilómetros sonrío a las cámaras, bebo del vaso biodegradable y saludo a los niños que agitan pancartas con frases impresas: «El esfuerzo te hace libre» o «La meta está dentro de ti».
Pero el kilómetro 42 no llega. El reloj marca 43, 44, 45. Miro a mi alrededor: nadie parece sorprendido. Pregunto al corredor del dorsal 8123.
—¿No era una maratón?
—Claro —responde, jadeando—. Cada año la amplían un poco. Para mantenernos en forma.
Las calles se repiten. Los mismos edificios, los mismos aplausos enlatados desde las pantallas publicitarias. En una esquina, un dron de la organización sobrevuela nuestras cabezas. En su pantalla aparece mi cara y, debajo, el eslogan: “Nunca pares: cada paso es progreso.”
Intento desviarme por una calle lateral, pero unos voluntarios me cortan el paso con una sonrisa institucional.
—¡Ánimo, campeón! No abandones ahora.
—Solo quiero descansar un poco.
—El descanso es para los que no creen —dice una de ellas, devolviéndome al circuito.
El reloj vibra: “Pendiente de validación. Continúe.” Corro. Sigo corriendo. El suelo parece moverse bajo mis pies, un tapiz mecánico que no termina nunca. Algunos corredores ya no tienen dorsal; sus camisetas están desgastadas, las miradas vacías. Uno susurra:
—Llevo meses aquí. Me dijeron que la meta estaba cerca.
Trato de acelerar, de romper el círculo, pero cada esquina me devuelve al mismo punto de salida. La música motivacional suena desde altavoces invisibles: ¡Vamos! ¡No hay límites!
De pronto, el mundo se tambalea. Caigo. La cinta del cronómetro marca 999:99:99. Un equipo médico llega enseguida, todos con el logo de la maratón en el pecho. Me suben a una ambulancia con eslóganes en los laterales: Cuidamos tu rendimiento.
Dentro, una pantalla se enciende sola. Aparece mi rostro, exhausto pero sonriente. Una voz metálica anuncia:
“¡Felicidades! Has mejorado tu marca personal. Próxima carrera: mañana.”
El vehículo arranca. Fuera, miles de corredores siguen avanzando hacia ninguna parte, envueltos en una niebla de sudor, energía isotónica y esperanza patrocinada.
Entonces comprendo que la meta no existía. Solo el trayecto, eterno y rentable.








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